“Llamó alguien llamado Eddy, preguntó si
viste su gato”. Mamá
¿Eddy? No conozco a
nadie llamado Eddy, a menos que sea el estúpido que entró en tercero o cuarto a
mi primaria. Sí, puede que sea él, aquel niño que una vez por falta de luces y
una mala combinación de eventos se rompió el brazo, pero ¿cómo sabe mi número?
Y segundo ¿cómo podría yo haber visto su gato si no sé dónde vive?
Después de comer un
plato de cereal olvidé el asunto, eran vacaciones, mi cerebro ya lo estaba desde
hace varios años. La casa de mi madre no es muy grande, tiene tres cuartos es
naranja y filtra el aire de manera ineficiente a través de mallas llamadas
miriñaques. Pasé horas y horas acostado en esos horribles días llamados de
asueto, tal vez de haber sido menos grosero o barbudo hubiera tenido amigos
invitándome drogas, pero no fue así.
Llegó el momento en que
el mantenerme reclinado fue insoportable, salgo de mi casa, camino por el lugar
destinado a mantener a los automóviles secos o asoleados, llego a la reja
blanca de 2 metros de altura, barrotes tapados hasta tres cuartos por un tejido
metálico útil para evitar que las cabezas de los perros la atraviesen; la abro
y a mi alrededor nada, nada, rubia pegando papeles, nada, nada, espera, ¡Rubia
pegando papeles!
Estudié ingeniería
durante 5 años, en una escuela de edificios de dos pisos pintada de
gris cárcel, con un estacionamiento pequeño y ausencia prácticamente absoluta
de mujeres o mujeres que bajo un estándar aprobatorio de preparatoria pasaran
el filtro; aun así sigo viendo a las feas, feas y esa rubia no lo era.
Era martes, al salir me
manché un poco con la pintura blanca a base de aceite con la que pintaron el
nuevo aditamento de la reja. Me acuerdo que ese día hubo mucho calor, yo andaba
sin zapatos, sin camisa y con un short negro que tenía dos rayas a cada lado
sin bolsas. Eddy andaba con una prenda de mezclilla cortada quince o diecisiete
centímetros arriba de sus rodillas, una blusa morada y pecas en la cara, sus
ojos verdes y la concentración en la preocupación.
Nunca he vuelto a ver
gente pegando carteles de objetos o entes orgánicos desparecidos, tal vez es
costumbre de los gringos que siempre describen esa actividad en sus películas.
Al verla me asusté un poco; a pesar de que mi vida sería más feliz si pudiera
andar todo lo que me placiera sin camisa, me avergonzaba un poco de mi cuerpo
moldeado por la desidia y la falta de propósito.
No pude dejarla de ver
durante un buen rato, me mantuve entre el pequeño espacio que dejaron las rejas
que abrí, cuando estuvo a dos casas de la mía se le ocurrió voltear hacia el
este y al reconocerme me hizo un ademán, yo por mi parte sin disimular intenté
voltear mi cabeza con el afán de que no interactuara conmigo en esas fachas.
Eddy comenzó su carrera
y terminó en mi reja.
-
¡Hola!- lo dijo algo agitada, algo de sudor caminaba
por su cuello.
-
Hola- dije extrañado, no recordaba su nombre, ni su
cara, ni sus ojos, ni sus sueños, o sus piernas o su voz.
-
Nos conocimos en mi cumpleaños hace 13 años, mi mamá
me hizo invitar al salón y tú fuiste el único que no se quitó la camisa para
meterse a la piscina, jajaja- Eddy habló como si su mente grabara cada segundo
de la vida.
-
Mmm, lo recuerdo vagamente- mentí- pasa si quieres, te
ves cansada.
Eddy caminó sin
cautela, con paso firme y espaciado, sus zapatos fueron azules y las agujetas
naranjas, los calcetines de aire; no medía más de uno sesenta, sus cabellos
rubios pasaban de los hombros; su figura, envidiable por algunas, fue moldeada
por horas y horas de bailes latinoamericanos. Al entrar, tomó la primera silla
rota que encontró y se sentó en el lugar con mejor ventilación y vista a la
ventana, puso los codos en sus rodillas y llevó sus manos a la cara, tomó su
pelo y lo asió fuertemente por unos segundos, después de eso con una sonrisa
encantadora miró a su alrededor; todo ese espectáculo me hizo casi tirar la
jarra de agua que acabé de preparar segundos antes.
-
¿Qué te trae por aquí?
Eddy miraba su vaso de
agua mientras rodeó su superficie con el dedo índice.
-
Ayer por la tarde estuve por aquí, vine con un amigo a
darle vueltas a unos pequeños parque llamados manguitos con mi gato, el cual
aparentemente ya no quiere saber de mí; aproximadamente a las 10 huyó y se
metió en una de esas casas verdes con rejas bajas y no lo he podido encontrar.
-
Tú eres parecida a mí.
-
¿Por qué lo dices?
-
Ninguno de los dos se ha preocupado por averiguar el
nombre del otro.
-
Eso es porque yo ya sé el tuyo.
Un escalofrío recorrió
mi cuerpo, pero no uno de esos que son provocados por el miedo, sino de esos
que tienen su origen en la incomodidad de las situaciones sociales; no fue
justificado en lo absoluto, al pronunciar lo anterior Eddy no sintió ninguna
necesidad de reprocharme conducta alguna. Mi silencio fue como de 10 segundos
que tardaron como 10 horas por culpa de Einstein, durante ese tiempo Eddy tomó
algo de su agua.
-
Mmm, jajaja,
tranquilo me llamo Eddy-. Lo dijo de una manera tan natural que nadie podría
haberse sentido no bienvenido.
-
Perdón, es que ha pasado tanto tiempo, ¿cómo has dado con
mi número? Poca gente de mi edad me conoce o interactúa conmigo-.
-
Un vecino tuyo me dijo que el gato se metió a tu casa
y me dio tu teléfono porque ya era tarde.
-
Si quieres podemos salir a buscarlo, mi tiempo es
infinito y mi aburrimiento se le compara.
Caminamos juntos al
salir, más o menos a la misma altura. Al salir, el sol seguía calentando la
superficie de la manera infame que la localización del planeta con respecto a
él le imponía. La calle estaba vacía, el silencio matinal de una colonia que
había visto su juventud hace 30 o 40 años reinaba. A lo largo de la esquina se
veían plantas en la puerta de cada casa, habían ficus y una planta que produce
flores amarilla cuerpo cilíndrico que terminan abriéndose sin producir pétalos diferenciados,
aquélla produce grandes cantidades de savia y frutos como rombos.
Casi al final de la
calle oímos un ruido que aunque no tan alto, contrastó con la atmósfera
dominante, al caminar hacia la fuente el rumor se hizo más grande, tanto que
corrimos hacia él. En un arriate perteneciente a la penúltima casa, en un
pequeño árbol de no más de un metro y medio, se desarrollaba una lucha a muerte.
Tres animales de tamaño
disímil se encontraban luchando por quitarle la vida uno al otro, un gato gris frío
al 75%, un pájaro negro llamado “cau” de pico de 7 cm. y tan grande como un
pequeño pollo y una pequeña paloma llamada “tortolita” se veían envueltos en
una pelea en el interior del árbol. Al caer la tortolita, el gato y el cau la
atacaron y con suma violencia la empezaron a destrozar, extrayendo uno a uno
sus órganos en un festín sangriento cuyo sonido se hizo espantoso. Una vez
desaparecidos los restos de la tortolita, el gato intentó atacar al Cau, pero
entre él y sus deseos se interpuso Eddy quien atrapó al gato, el cual tuvo la
cara barnizada de sangre. Eddy tomó a su gato y huyó despavorida.
El verano terminó y con
ello mi primer año de soledad en un nuevo ambiente, el laboral. Pasó largo tiempo antes de que volviera a saber de Eddy, quien le dejó su correo a mi madre pues
yo vivía ahora en una casa de dos piezas al mayor oeste posible de la ciudad.
Un día se me ocurrió escribirle mi teléfono para así poder platicar con
alguien, las calles donde está mi residencia son azules y vacías, pero no es
Buenos Aires, Argentina.
El 2 de marzo del 2016
recibí el siguiente mensaje:
“Iglesia de Xxxx a las
13:42, necesito que tengas auto”.
Llegué a la una
cuarenta y Eddy salió corriendo de la iglesia con un vestido blanco y largo,
dos amigos atrás de ella. La larga escalinata la vio caer dos veces y cada vez
que se levantó, corrió más rápido; el viento soplaba en el día gris, los
relámpagos gritaban y los árboles eran desmembrados. Su amigo se sentó a la
izquierda del asiento trasero y la amiga a un lado de él; Eddy se sentó en el
asiento del copiloto puso sus codos en las rodillas tomó su pelo y lo asió
fuertemente, toda la comitiva se acercaba hacia nosotros. Yo mantenía mi mirada
en el semáforo de en frente, el camino se encontraba despejado, un rayo impactó
el columpio que sigue en el cajón de arena del parque donde está la iglesia, la
gente se detuvo y Eddy gritó desesperada y con los ojos desorbitados “Vámonos”.
Avanzamos unos
kilómetros, sus amigos continuamente le recriminaron su impulsiva manera de
actuar, cuanto de su futuro se truncaba por su decisión y lo infeliz que volvía
a su madre. Al acercarnos al mar Eddy les gritó que se bajaran, continuamos
hasta el tanque de gas hizo marcar al automóvil que ya no podría andar mucho
más, Eddy lanzó sus zapatos por la ventana y con una sonrisa radiante en los
labios y lágrimas en los ojos se bajó del carro y corrió por la orilla del mar.
Sentado en un montículo
de arena la vi correr y dar vueltas mientras ondeaba su vestido en el cual yo
veía que su blancura se descomponía en un arcoíris de felicidad.
Pasé unos días con ella en la casa de mi abuelo a unas esquinas de mar; Eddy
era feliz, pero yo no tuve nada que ver, era feliz por el aire, el color
amarillo, la marea, por la parte de la pared que en la esquina superior se caía
debido a la corrosión del acero de refuerzo en su interior.
Estuve con ella lo
suficiente para que el tiempo no se volviera menos colorido; porque como las canciones que
más nos gustan, no conviene escucharlas mucho.