viernes, 7 de julio de 2017

Golazo

El uniforme se encontraba perfectamente acomodado en la cama desde la noche anterior. Tanto la camiseta color azul con franjas blancas como el short blanco estaban tan limpios como si de la primera puesta se tratase, y ambos despedían un agradable aroma a suavitel.  Las calcetas blancas también estaban impecables, sin ningún rastro de la tierra y el lodo de batallas anteriores, enrolladas cuidadosamente para no estropear el elástico y colocadas estratégicamente adentro de los tacos Nike Mercurial edición limitada idénticos a los que usa Cristiano, su valor era equivalente a una quincena completa de un trabajo más o menos bien remunerado en México. Además de eso en la maleta se encontraba lo faltante del kit para el gran partido: un par de espinilleras pequeñas para que no estorben al chutar y correr, una banda para el cabello, que aunque no es muy largo podría llegar a estorbar la visión durante algún cabezazo, vendas para los tobillos resentidos por jugar en campos pedregosos, donde el pasto crece solo en algunas pequeñas áreas durante la temporada de lluvias, un ungüento de árnica para los músculos fatigados o con dolencias, un balón número 5, una bomba y un niplo para inflarlo, una botella de litro de agua muy fría y otra botella con hielo, que había dejado en el congelador un día antes solo por si acaso, un desodorante de barra, la cartera con dinero suficiente para el arbitraje y lo más importante de todo, la credencial para poder jugar.
Tomé las llaves del auto, me despedí de mi novia con un gran beso en la boca y le dije “deséame suerte”, mientras me alejaba me despedí nuevamente diciendo adiós con la mano y justo antes de entrar al carro le grité “si meto un gol te lo voy a dedicar” mientras le sonreía. Conduje durante media hora en el periférico hacia la unidad deportiva que se encontraba del otro lado de la ciudad y durante el camino no podía pensar en algo que no fuera futbol, estrategias, jugadas, tiros, dribles, faltas, pases, centros, remates, goles, errores y tácticas posibles, estaba listo para el juego.
Fui de los primeros en llegar al campo, el profe nos citó a las 8:30 pero yo estaba ahí 15 minutos antes, bajé del auto con mi maleta y caminé a través del campo muy lentamente con dirección a una de las bancas, orgulloso de portar el dorsal número 10 del equipo, el número mágico. Al llegar a la banca comenzó el ritual de equipamiento, primero la pomada, luego las vendas, luego las calcetas viejitas, después las espinilleras y por último las calcetas nuevas y los tacos. Me levanté e inflé el balón un poco, para que quede a la medida y me puse a dominarlo en lo que llegaban los demás miembros del equipo, hice algunas dominadas, estiramiento y le mandé un mensaje a mi novia “Ya listo para el partido amor” seguido de una foto del campo en deplorables condiciones. Pronto empezaron a aparecer uno por uno los demás jugadores, algunos en bicicletas, otros a pie y otros menos en auto. Una vez que estábamos todos me dispuse a contar cuantos éramos: 14 hasta el momento, 11 titulares y 3 cambios, justo lo que necesitábamos. El equipo rival tenía a 17 jugadores en sus filas pero eso no nos intimidó en lo absoluto, los conocíamos bien, fue justamente contra ellos que ganamos la final de la temporada pasada. El último en llegar fue el árbitro, un personaje muy singular y bastante prepotente, no me simpatizaba en lo absoluto.
Se acercó al nuestro director técnico y dijo “el partido comienza en 5”,  todos nos levantamos de la banca y nos paramos en círculo alrededor del profe para escuchar la alineación. Era el momento de la verdad.
En la portería estaba Roca, en la defensa de derecha a izquierda iban Mena, Beto, Castro y Feo, en la media Chelo, Potro, Susano y Leñas y en la delantera el Turco y Rodri. Equipazo.
Mientras ellos ingresaron al campo a calentar yo me dirigí a la banca con los otros dos cambios, un poco frustrado por no participar desde un inicio. Sin embargo una vez que inició el juego, el enojo desapareció y comenzó el nerviosismo, durante toda la primera parte me la pasé observando calladamente, eventualmente platicaba con Porky, quien se sentó junto a mí,  él era el mas veterano del equipo y tenía una panza inflamada de tanto alcohol y comida chatarra, era él quien gritaba indicaciones desde la banca, incluso más que el profe. Casi al final del primer tiempo el Turco tuvo una oportunidad clarísima frente al arco pero la mandó por arriba. Porky se puso rojísimo y lanzó su zapato contra el suelo en una visible señal de molestia. Después de recogerlo me dijo en voz baja “tú deberías estar jugando en su lugar”, me limité a sonreír y encoger los hombros.
Para el segundo tiempo el profe realizó un movimiento, entró Dani por Chelo, quien estaba al borde de sufrir un infarto por el cansancio y su pésima condición física. Fuera de eso todo siguió igual. Conforme transcurría el tiempo miraba continuamente mi celular para ver los minutos restantes por jugar, tomaba sorbos de mi agua y movía impacientemente las piernas, moría por entrar al campo. Veía al equipo cansado y errático, especialmente al Turco. Al parecer el profe veía lo mismo y miraba reiteradamente a la banca mientras se frotaba la cabeza para que fluyan las ideas, luego regresaba su mirada al campo y movía la cabeza de lado a lado en clara señal de que no le estaba gustando nada el panorama.
Faltaban solo 15 minutos y el encuentro seguía empatado gracias a Roca, pero fue tanta la presión de los rivales y tan pobre nuestra respuesta que sucedió lo inevitable: Gol en contra. Era ahora o nunca, o se hacía un cambio o moríamos de nada.
¡Porky vas por el Turco pero ya, ya, ya! Gritó nuestro DT sumamente desesperado.
Mi sentimiento de impotencia fue indescriptible, pero mi reacción fue aplaudir y decirle “venga Porky a darlo todo”, le di una nalgada y seguí aplaudiendo. El Turco llegó a la banca cabizbajo sabiendo que no había hecho las cosas bien, pateó una botella con todas sus fuerzas y se sentó sin decir nada mientras miraba al suelo y se agarraba la cabeza con ambas manos.  En eso sucedió el milagro,  Dani anotó el empate en una gran jugada y nuestra alma volvió al cuerpo. Nos quedaban menos de 10 minutos para la hazaña. Y fuimos con todo por ella, sin duda lo lograríamos si seguíamos a ese ritmo, era cuestión de tiempo. Nadie quería llegar a los penales.
A esas alturas a mí ya no me importaba en los absoluto jugar o no jugar, faltaba tan poco tiempo que prácticamente tocaría el balón dos o tres veces a lo mucho, era más importante ganar, con o sin mí. Fue entonces que sucedió algo que recordaré el resto de mi vida: faltando menos de un minuto en el reloj Potro se llevó a dos rivales y sacó un misil que terminó incrustándose en el ángulo derecho, un verdadero golazo. De un salto me levanté de la banca y grité como nunca antes, un sentimiento de felicidad invadió mi ser. El árbitro tomó la pelota y silbó el final. Lo habíamos logrado, éramos campeones. Miré al cielo y levanté las manos en señal de agradecimiento. No hubo trofeo, ni nada por el estilo, el premio era en efectivo y serviría para una comida grupal.
Pasada la euforia, el técnico se me acercó y me preguntó:
-¿Y tú para que viniste con tu uniforme? Ya sabías que no ibas a jugar porque te expulsaron el partido pasado.
-Profe ya sabe que tengo que hacer la finta porque a mi vieja no le gusta que salga con los amigos ¿usted no va a ir un rato a la peda en casa de Beto? Yo disparo las caguamas.
Tomé mi celular de nuevo:
“Amor ganamos 2 a 1, metí un gol, iré un ratito a casa de Beto a festejar con el equipo, es algo tranqui, te quiero mucho”.

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