sábado, 28 de agosto de 2010

Ficciones verdaderas 1, por Memo


Nota: Sé que a los 17 años debería haber sido independiente. Para los antiguos hombres esto hubiera sido un insulto, pero la realidad es que soy un fracaso.

Lo que me motivó a escribir esto es básicamente lo siguiente. Inundado en el sopor que produce el característico calor del verano, aunado a mis constantes desgracias acontecidas en él mismo, me sentía en un real conflicto con Dios, sin que él tuviera algo que ver.
        Por un lado, está la que por mí ha sido catalogada como la peor pérdida del verano: mi hermosa cámara que fue rota por un pesista amigo mío. Esto llevó a que me compraran otra, y a que a su vez me la quitara mi madre obligándome a pagarla, lo cual es imposible para mí.
        Pero no fue la única desgracia. Igual, después de meses de no tener crédito para el celular, me lo dan, y alguien me manda un mensaje con una foto tentadora. Y yo ahí de idiota le contesto.  Me dice que es una modelo italiana y que quiere conocerme. Le hablo, contesta un hombre, le reclamo, dice que es su primo (por mensajes, claro está), le hablo de nuevo en compañía de un amigo (con su crédito, claro está), contesta un hombre de nuevo y dice que la susodicha no llega sino hasta una semana después. Le hablamos de nuevo y no contesta y no vuelve a contestar, y me quedo con un mal sabor a homosexual que me semideprime.
        Pasado ese drama que me provoca problemas con mi novia, me dedico a construir una crisis existencial ficticia para divertirme en los días subsiguientes dado a que se regresan mis amigos a sus casas por el fin del verano. Logro  lo que quería inconscientemente. Algo de trama interesante y estresante para mi vida, más problemas con mi novia, una huída, una  casi ruptura y toda clase de lamentos.
        A partir de ese día me dedico a forzarme a dormir más de catorce horas al día. Debido al inicio de clases de las secundarias, mi vida se vuelve un fastidio. No puedo pretender que quiero salir por que mi hermana de trece años no puede quedarse sola en la casa.
        Duermo en el día, sufro en la noche de insomnio, contemplo con tristeza mi cabeza desnuda y poco poblada  de queratina, leo en la madrugada. Horas y horas viendo programas televisivos de baja calidad digna de la programación local me hacen más estúpido.
        Le cambio la pila a mi reloj. No le ponen  un tornillo. Me siento tan desdichado que no muevo un dedo para ir a reclamar.
        Decido cambiar el ritmo de mi vida, así que salgo a tomar helado. Recuerdo que no tengo dinero y me dedico a caminar  hacia el norte de manera ininterrumpida durante horas. No aviso ni tengo medios para hacerlo. Varios kilómetros despues llego a la gran plaza, lugar donde la conocí.
        Estaba sentado tranquilamente en el suelo enfrente de mixup en la planta alta de este complejo comercial en el norte de Mérida. Yo allá, ella más allá con su pelo suelto, sus ojos grises y sus tranquilos párpados. Me mira, yo la miro imaginándomela desnuda, ella se da cuenta y no me mira más. Recuerdo que le robé a un viejo amigo algo de marihuana; oh gran error, yo nunca la había probado en verdad y eso no es para aficionados. Sentí una gran exaltación. Me paré, me vi corriendo hacia ella, tropecé con un guardia, me lo quité de encima e intenté besarla, cuando de pronto me sentí tranquilo, como volando, y caí tirando varios discos. Como es normal ella gritó y como es más normal yo caí al suelo con una hemorragia nasal bastante entretenida.
        Ya en el suelo le dije:
        --Espero que esto no te cause mala impresión y todavía podamos ser amigos-- No se por que me pateó, ni siquiera sé si fue ella. Mis ojos estaban casi cerrados, nuca volví a fumar… en un lugar público.
        Desperté en mi casa. Resultó que por ser primera vez, y debido a mi historial casi perfecto de casi nerd no iba a ser necesaria mi asistencia a un centro de integración juvenil.
        Después de mi hazaña me sacaron de la casa. Lo único que llevaba conmigo ahora era una mochila con cinco mudas de ropa, treinta pesos, el celular y mi reloj. A tres días de entrar a la escuela, sin un lugar donde dormir, me dirijo a la catedral, sitio repulsivo para mí.
        Duermo en uno de sus recovecos. Despierto algo aturdido y feliz de que no me hayan robado nada. Voy caminando por el centro de la ciudad, me detengo frente al Olimpo. En realidad no sé cómo describir la función social, cultural, ornamental o insultante de ese lugar. Veo en una de sus pizarras una invitación a jóvenes cursantes de la preparatoria a escribir una novela. El premio era de ciento cincuenta mil pesos. Yo acababa de terminar mi primera novela, La rebelión de los patos, así que decidí enviarla.
        Durante los siguientes tres meses me hospedé en la casa de un amigo algo lento, que había sido enviado aquí desde otro estado de la república por su familia, con todos sus gastos pagados, para que despertara.
        Asisto a mis clases regularmente en la prepa y me hago amigo de una muchacha que trabaja en una centro de fotocopiado, quien me da a crédito los libros de tercer semestre. Por cierto nunca le pagué.
         Los días pasan con cierta monotonía, hasta que una tarde, viendo televisión, mi amigo entra con la correspondencia y me da un sobre que viene dirigido de la fundación  patrocinadora del concurso.
        --Guillermo, ¿qué es eso? Parece importante.
        --Creo que gané el concurso-- dije eufórico. Los viejitos de al lado me gritaron que me callara y yo les dije que se fueran a la chingada. Luego: oh, desilusión.
        --No, espérate, tengo que preparar un discurso e ir al D.F, y entre los tres finalistas elegirán a uno. Iván, me despido, toma esto, es lo que he ganado haciendo marcos para puertas. Entiende que si lo rechazas aunque sea por un segundo incendiare tu casa, jaja, amigo, me voy a México.
        --Ten suerte ahí en el país de las maravillas, y ni sueñes que voy a rechazar ese dinero--. Casi me lo arrebata, y no lo culpo, no tengo cara de buena gente.
        Dejé mi justificación. Tuve que mostrarle siete veces al director la convocatoria. En realidad no sé por qué la gente no me cree a la primera.
        El viaje fue pagado por la fundación. Mi estancia sería de dos semanas en caso de ser ganador y de tres días si no lo era.
        Llegué con bien al aeropuerto de México. Había un señor esperándome con mi nombre en una pancarta. Estaba a punto de subir a su coche cuando fue detenido. Me enteraría días después que era líder de un banda muy peligrosa de secuestradores. No sé si conocía mi nombre o si lo puso al azar, dado que Hernández es el apellido más común en este país.
        Los policías me llevaron al edificio de la fundación. Entré pavoneándome ya creyendo que era ganador. Pregunté por la junta que se llevaría a cabo para explicarnos la dinámica de todo lo que iba a acontecer. La señora gorda y mal encarada de la recepción me dijo de una manera burlona que la junta no sería sino hasta siete horas más tarde.
        Eran las nueve de la mañana. Me dirigí a un teléfono público, hablé al hotel en que me hospedaría, que era pagado por la fundación, al igual que las comidas. Me explicaron que mi cuarto no estaría listo sino hasta las seis de la tarde. Sobre las comidas nos informarían en la junta.
Sentí ganas de insultar con gran entusiasmo. Estaba a punto de hacerlo cuando al voltearme quedé abobado: ahí estaba ella preguntando lo mismo que yo, y la gorda respondiendo lo mismo, y yo sin que me caiga el veinte de que ésta era mi oportunidad. Me acerqué discretamente, caminé del vestíbulo a la recepción de manera casi mágica; nadie se hubiera dado cuenta de mi presencia, avanzaba lentamente como un tigre acechando a su presa dispuesto a dar el último paso…
        --¡Memo, qué te trae por aquí!-- efusivamente me cargó un viejo conocido, y yo forcejeé para quitármelo de encima, para concretar mi misión.
        Cuando pude enfocar mi vista para verla, ella se subía a un taxi.
        --Vine por un premio, qué gusto de verte, Ricardo-- disimulé como los grandes maestros y maldije hacia mis adentros como los dioses.
        Pude haberla seguido, pude haber gritado, pude haber golpeado a mi amigo, pude haber cruzado la calle y comprar un helado pero no hice nada.
        Llegó la hora de la junta. La premiación sería en ese momento debido a un recorte presupuestal.
        Estábamos como finalistas yo, ella y un muchacho algo dañado que medía un metro noventa y tres, que se asombraba con la luz de la sala.
        --¿Te acuerdas de mí? En Mérida nos conocimos en Mixup, pero no me dijiste tu nombre-- le dije de una manera tranquila esperando una respuesta tranquila.
        --Tú eres el maldito drogadicto que me estaba morboseando --se levantó y siguió gritándome-- Exijo que me alejen de este enfermo-- no me lo dijo a mí, se lo dijo a los jueces, claro está.
        --Señorita, guarde la compostura, por favor, esto es serio-- y siguieron discutiendo entre sí los directivos.
        Algo desanimado por la primera interacción pensé no volver a hablar con ella por un rato.
        Los jueces deliberaban enfrente de nosotros, la sala se volvía aburrida y me dormí.
        Me despertaron a golpes diciéndome que yo era el ganador, que saliera del lugar porque lo necesitaban, y que mi estancia ya no se pagaría.
        Por segundos me asusté pero luego recordé que gané ciento cincuenta mil.

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